Así como hubo un 5 de abril de 1992, también hubo un 13 de noviembre. Y este 2017 se conmemoran los veinticinco años de aquella gesta. Me refiero a aquella que emprendieron un grupo de corajudos y valientes oficiales, que, al mando del general Jaime Salinas Sedó, se resistieron a avalar el zarpazo contra la democracia perpetrado por Alberto Fujimori y sus secuaces Vladimiro Montesinos y el general Hermoza Ríos. Una imperdonable y ominosa delación hizo que fracasaran en su legítimo empeño. Pero no solo ello. Como refiere Paco Igartua en un texto de 1997, el aparato sicosocial del régimen se dedicó, luego de capturarlos y torturarlos, a envenenar a la opinión pública, inventando mil cosas contra estos nobles militares. “Y Salinas y sus oficiales fueron ignorados por esas mayorías y por los órganos de difusión, abriéndoseles las puertas de las prisiones castrenses y en algún momento, en acto canallesco de los violadores de la Constitución, los calabozos de la cárcel para los criminales comunes. Hasta quedar finalmente confinados tras los históricos muros del Real Felipe y con muy escasos rincones de refugio en la prensa. Ninguno en la televisión”. Las primeras declaraciones de Jaime Salinas Sedó aparecieron en la revista Oiga, que dirigía Igartua. Salinas, desde el local de la DIFE (Dirección de Fuerzas Especiales), ubicado en Chorrillos, donde lo confinaron en un inicio, pudo hablar telefónicamente con un redactor del semanario. Ahí, en síntesis, procuró explicar las motivaciones de los militares rebeldes. Y contó cómo contactaron con él, pese a encontrarse en situación de retiro y viviendo en Washington. “En el uso del derecho que nos concede el artículo 82 de la Constitución (de 1979), teníamos el deber de insurgir en defensa del orden democrático y en contra del usurpador”, dijo. El plan acordado consistía en reponer al ingeniero Máximo San Román como presidente constitucional para que convoque a elecciones en un plazo no mayor de un año. Y de acuerdo a este objetivo, no debía haber derramamiento de sangre. Ergo, Fujimori debía ser capturado, y no asesinado, que fue la historia que se encargó de propalar él mismo a través de sus medios domeñados. “La operación tenía que ser rápida, audaz y sorpresiva”, describió el general. La decisión final debían tomarla en la madrugada del viernes 13 de noviembre de 1992, cuando se reunieron para evaluar las condiciones de la legítima conspiración que estaban urdiendo. “Al no estar completamente seguros de que la vida del presidente estaría garantizada, decidimos cancelar definitivamente la operación”, comentó Salinas. “Cuando nos retirábamos del lugar de trabajo (en alusión al taller del oficial Salvador Carmona), fuimos sorprendidos por un impresionante despliegue militar, que empezó violentamente a tratar de eliminarnos”, agregó. Y es que la cosa se puso color de hormiga. De hecho, cuando el general Jaime Salinas Sedó ya había subido a la camioneta blindada que le prestó el empresario Julio Vera Gutiérrez (entonces propietario de Canal 9), le dispararon a matar. “Sabiendo que era el objetivo principal y para evitar que mis otros compañeros que todavía no habían salido, corrieran peligro, me dirigí directamente hasta el Cuartel General del Ejército, donde llegué, descendí del vehículo, y me entregué (…) Durante esa persecución, en que fui atacado a balazos, uno de los tiros hirió en el brazo izquierdo al chofer de la camioneta (…) Posteriormente fui trasladado a las instalaciones de la DIFE, donde me encuentro detenido e incomunicado”, relató. De hecho, por un descuido incomprensible, sus captores encarcelaron al soldado insumiso en una oficina que tenía teléfono. Aunque no lo crean. “No me arrepiento del ideal que quise haber alcanzado (…) Asumo la responsabilidad total de los hechos (…) Intenté hacerlo para devolver la normalidad democrática a mi patria y recuperar la dignidad de mi institución”, exclamó desde aquella habitación de la DIFE. Ha transcurrido un cuarto de siglo y los veintitantos oficiales que participaron en esta épica historia no han sido todavía desagraviados como corresponde. Nunca se les hizo justicia. Por el contrario, lo único que recibieron fue ingratitud y olvido. Hasta el día de hoy, si me apuran. La verdad, no es algo que sorprenda demasiado. Vivimos en el Perú, ya saben. El país de las mezquindades. En el que nos sobran los ciudadanos y políticos acríticos y amnésicos y receptivos a la demagogia barata. Lo lógico sería, considerando la fecha y los años transcurridos, una reivindicación en toda regla. En lugar de ser desagradecidos e indiferentes, que es lo de costumbre.